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miércoles, 28 de septiembre de 2011
Julio Cortázar
“Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y  caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sústalos exasperantes.  Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un  grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo,  sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban  apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de  ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y  sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se  tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su  orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los  encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la  esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia  del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa.  ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía  balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las  marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de  argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta  el límite de las gunfias”,
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